15 febrero 2021

Estatua de tristes destinos

    Dentro de la decoración artística del Senado, siempre ha tenido una especial importancia la escultórica, para reflejar a personajes importantes de la historia: reyes, escritores, filósofos, militares… Si bien aquel reflejo de su importancia ya no se observa de igual medida a día de hoy, debido a la desaparición de un gran número de aquellas obras artísticas. Una de aquellas estatuas que adornaron el Palacio del Senado y que ya no se encuentran en el mismo es la estatua de bronce de Isabel II que estuvo ubicada en la plaza de su nombre, junto al Teatro Real.

    El 4 de noviembre de 1848, doña Isabel ordenó encargar a los escultores don José Piquer y Duart y don Francisco Pérez del Valle dos esculturas en mármol de ella misma y de su esposo Francisco de Asís de Borbón. El encargo venía motivado por el resultado del concurso para la elección de un escultor que realizase el bajorrelieve del frontón del Palacio del Congreso de los Diputados, todavía en construcción en aquel año. El ganador del concurso fue Ponciano Ponzano Gascón, pero los proyectos presentados por José Piquer y Francisco Pérez obtuvieron sendos premios y el encargo mencionado.

    Las esculturas quedaron terminadas en 1849, la de Francisco de Asís, y en 1856 la de doña Isabel. Ésta se destinó por R.O. de 5 de abril de 1856 al Real Museo, estando actualmente en el vestíbulo de la Biblioteca Nacional junto con la obra de Francisco Pérez. De esta escultura de doña Isabel el Congreso de los Diputados encargó a Piquer una réplica en mármol de Carrara con fecha 29 de octubre de 1850; encargo renovado el 7 de mayo de 1859 por la Comisión de Gobierno Interior del Congreso, y que sería entregada en 1861.


Estatua de doña Isabel. Biblioteca Nacional.

Estatua de doña Isabel. Congreso de los Diputados.

    En 1850, el jefe político de la provincia, don José de Zaragoza, ideó el encargo a Piquer de una escultura en bronce de doña Isabel, réplica de la de mármol, para adornar una de las plazas de la capital. Inicialmente se planteó inaugurarla con motivo del natalicio del infante don Fernando de Borbón y Borbón, el 12 de julio de 1850, pero el niño falleció a los pocos minutos de nacer, por lo que hubo que buscar otro motivo para dicha inauguración. Éste sería el vigésimo cumpleaños de doña Isabel, el 10 de octubre. José de Zaragoza consideró que el lugar idóneo para colocar la estatua era la plaza de Isabel II, junto al Teatro Real, que había terminado de construirse ese mismo año, y así se lo planteó al ministro de la Gobernación, el conde de San Luis. El gran problema con el que se encontraban era la escasez de dinero para poder costear el encargo de la escultura, ya que José Piquer pedía por ella 25000 pesetas.

    El conde de San Luis, a instancias de José de Zaragoza, acudió a ver al comisario general de Cruzada, don Manuel López Santaella. Le expuso la situación y le convenció para que sufragase los gastos con el argumento de que el anterior comisario de Cruzada, don Manuel Fernández Varela, había financiado la construcción de una estatua de Cervantes, así que él podía pasar a la historia como el que había costeado la de doña Isabel.

    El 7 de octubre se verificó la colocación de la primera piedra del pedestal que habría de soportar la estatua. El marqués de Santa Cruz, corregidor de Madrid, designó a los regidores don Juan José Ortiz y López y don Juan Pablo de Fuentes para que acudieran a dicho acto y firmaran el acta. La inauguración se hizo como estaba previsto el día 10 de octubre a las once y media de la mañana. Al acto acudió el Concejo de Madrid, invitado por el jefe político. Salieron de la Casa de la Villa y a pie acudieron hasta la plaza de Isabel II, engalanada con tapices en la tribuna para los músicos y delante de la estatua, en el lugar donde se colocó el jefe político.


Estatua de doña Isabel en la plaza de su nombre. Museo de Historia.

    Al día siguiente de la inauguración, en el pedestal de la estatua habían colocado un pasquín que decía:


Santaella, de Isabel

costeó la estatua bella;

y del vulgo el eco fiel

dice que no es Santo él,

ni tampoco Santa ella.[1]


    Esto como era de esperar no fue del agrado de doña Isabel, por lo que la presencia de la estatua en medio de la plaza, a la vista de todos los madrileños tendría los días contados. El 15 de julio de 1851, el sobrestante mayor de la Villa procedía a bajar la estatua de su pedestal por orden del corregidor y de acuerdo con lo establecido por el arquitecto don Isidoro Llanos. Se hizo entrega de la misma al Teatro Real y quedó depositada en su vestíbulo tal y como recoge la nota firmada por el conserje del teatro:

    «Queda custodiada en la planta baja del edificio que mira al Real Palacio la estatua de bronce de Su Majestad la Reina Isabel II, que estaba colocada en la plazuela del mismo nombre, sin que haya ocurrido la menor novedad».[2]

    El pedestal de la estatua también había sido foco de críticas por lo simple y feo que era para la escultura que iba a mantener. El escaso coste que supuso realizarlo, 208 reales, da muestra de ello. Por este motivo, don José de Zaragoza encargó a José Piquer y a Francisco Enríquez y Ferrer la erección de uno nuevo. El Gobierno adelantó 5000 reales para su construcción ante la negativa del Concejo de la Villa a hacerlo por falta de fondos. Con la retirada de la estatua, el proyecto del nuevo pedestal quedó parado.

    Al año siguiente, en 1852, el gobernador civil de la provincia, don Melchor Ordóñez, envió un oficio el 29 de abril al Ayuntamiento de Madrid participándole de un proyecto para embellecer la villa. En el mismo se daba constancia del deseo de volver a colocar la estatua, pero esta vez en la Puerta del Sol, frente a la fachada de la iglesia del Buen Suceso. Otras opciones que se plantearon fue devolverla a su plaza original frente al Teatro Real o ubicarla en la plaza de la Villa.

    Con esto, el proyecto de Enríquez de la construcción de un nuevo pedestal se reactivó. El coste del mismo ascendía a 74000 reales y se compondría de un basamento sobre el que estaría el pedestal rodeado de cuatro grupos de niños portando escudos de armas y guirnaldas florales. Todo parecía que iba por buen camino, y más con la R.O. de 17 de abril de 1853 por la que el conde de San Luis ordenaba que se colocase de nuevo la estatua en la Plaza de Isabel II. El problema que surgió fue de nuevo el económico. Se pedía al Ayuntamiento que sufragase los gastos del pedestal y reintegrase al Gobierno los 5000 reales que había adelantado en 1851. El Ayuntamiento, como era de esperar se negó y obvió por completo la R.O., de ahí que la estatua de doña Isabel no volviese a la plaza.

    Pasaron los años y una nueva R.O. de 3 de enero de 1862 del ministerio de la Gobernación, dio permiso al Ayuntamiento para colocar en el jardín de la Plaza de Isabel II, y sobre el mismo pedestal que sirvió para la estatua de doña Isabel, una escultura de Thalía, musa de la Comedia, hecha por Francisco Elías Vallejo con el fin de adornar el interior del Teatro Real.


Estatua de Thalía en la plaza de Isabel II. Museo de Historia.

Estatua de Thalía. Actualmente en los jardines de Cecilio Rodríguez (Parque del Retiro).
Foto: https://patrimonioypaisaje.madrid.es

    ¿Y qué sucedió entonces con la estatua en bronce de doña Isabel? La solución vendría bastantes años después, en 1878. El ministro de Hacienda, don Manuel Orovio Echagüe, marqués de Orovio, remitió al presidente del Senado, el marqués de Barzanalla, una carta con fecha 11 de octubre de 1878. En ella decía lo siguiente:

    Excmo. Sr.

    En atención á que la estatua de bronce de la Reina Isabel, depositada desde hace años en el Teatro Real, no tiene buena colocación en ninguna de las estancias de aquel edificio, y á que aun en el mismo local en que se halla arrinconada, ofrece inconvenientes en permanencia por su mucho peso; y considerando que en el Palacio del Senado puede ser colocada convenientemente, S.M. el Rey (q.D.g.), enterado de lo convenido entre V.E. y el Gobierno, ha resuelto que se ponga dicha estatua á disposición de V.E.; y al efecto comunico hoy la orden oportuna al Conservador del referido Teatro. De Real orden lo digo á V.E. para su conocimiento y demás efectos. Dios guarde á V.E. muchos años.

    Madrid, 11 de octubre de 1878.[3]

    En su sesión de 23 de octubre, la Comisión de Gobierno Interior, dio cuenta de esta comunicación del ministro de Hacienda y acordó, como así hizo, darle las gracias tanto a él como al Gobierno en su conjunto. La estatua fue colocada sobre un pedestal de madera pintado de blanco en el vestíbulo de entrada al Salón de Sesiones, a semejanza del vestíbulo del Congreso de los Diputados. En la Cámara Baja desde 1861 lucía en el vestíbulo de entrada al Palacio la escultura en mármol de Carrara de doña Isabel, hecha por José Piquer, que se comentó al principio.


Vestíbulo de entrada al Salón de Sesiones del Palacio del Senado.
En él estuvo colocada la estatua de bronce de Isabel II.

    Debido al estado en que se encontraba la estatua, el Senado encargó los servicios de don Antonio José de Besada, «dorador y broncista de S.S.M.M. y A.A.», que procedió a broncearla y a dorarla con tres capas de pan de oro. Así, permaneció la escultura de doña Isabel adornando el vestíbulo de entrada al Salón de Sesiones hasta 1905. El 15 de febrero de dicho año el marqués de Mejorada del Campo, alcalde de Madrid, remitió una carta al presidente del Senado, don Luis Pidal y Mon, marqués de Pidal, rogándole que le ayudase «en una obra de justicia». Hacía menos de un año que había fallecido doña Isabel (9 de abril de 1904) y pretendía devolver la escultura de bronce a su lugar original en la Plaza de Isabel II. Afirmaba en la carta que «nada perderá el Senado volviendo la estatua a ser adorno de aquella plaza y haremos al mismo tiempo obra de monárquicos».

    El ministro de Hacienda, don Antonio García Alix, informado también de la solicitud del alcalde, comunicó al presidente del Senado que si la Presidencia de dicho Cuerpo Colegislador estaba conforme con devolver la estatua remitiría una nueva R.O. de devolución al Ayuntamiento. El marqués de Pidal convocó a la Comisión de Gobierno Interior para el viernes 17 de febrero a las cuatro de la tarde, para entre otros asuntos tratar esta solicitud. Vista la misma, la Comisión dio su conformidad a la espera de que el ministro de Hacienda remitiese la R.O.

    El 23 de febrero, García Alix se la remitía al presidente del Senado: « […] S.M. el Rey (q.D.g.) se ha servido disponer que se autorice á V.E. para hacer entrega de la referida estatua á la Alcaldía de Madrid, á fin de que pueda volver á ser colocada en la Plaza donde estuvo anteriormente». De esta manera, con la autorización pertinente concedida, el Senado devolvió la escultura de doña Isabel al Ayuntamiento de Madrid, el cual, a través de su alcalde, comunicó el 12 de abril de 1905 al presidente del Senado que «la estatua en bronce de S.M. la Reina Doña Isabel II […] ha sido colocada en la plaza de su nombre; procurando de ese modo el Municipio de esta Corte darle el homenaje debido á su memoria».


Estatua de doña Isabel en la plaza de su nombre. Museo de Historia.

    La estatua regresó a su emplazamiento original (la escultura de la musa de la Comedia se trasladó a los Almacenes de la Villa) y allí permaneció hasta la noche del 14 de abril de 1931. En una especie de damnatio memoriae muy característica en el ser humano y que tantas malas consecuencias ha traído siempre para el patrimonio artístico de las ciudades, aquella noche tras proclamarse la II República grupos de manifestantes recorrieron las calles de Madrid arrancando los nombres de éstas alusivos a la realeza y derribando estatuas de monarcas[4]. La de doña Isabel quedó destrozada y perdida para siempre.

    Más suerte, en cambio, corrió la escultura del Congreso. Aunque sufrió los embates revolucionarios de cada momento (en 1868 se quitó y trasladó al sótano del Congreso y en 1931 también se quitó y se acordó entregarla al Museo Nacional de Arte Moderno), se conservó. Fue depositada en el Palacio de Bibliotecas y Museos y en los años 40 se decidió ponerla en el vestíbulo de la Biblioteca Nacional, quitando para ello la primera de todas las estatuas de doña Isabel hecha por José Piquer. Años después de que retornase en 1983 la escultura al Congreso, la Biblioteca Nacional recuperó también la suya que se había colocado en el Campo del Moro[5].

    En 1944, y con el fin de devolver la efigie de doña Isabel a la plaza de su nombre, se colocó una réplica en bronce de la estatua de la Biblioteca Nacional. Dicha escultura fue realizada por la Fundición Codina Hermanos. Así, se vino a reparar aquel destrozo hecho en 1931. Destrucción de una estatua a la que, viendo las vicisitudes por las que pasó desde su construcción, bien se le podría decir aquello que el diputado carlista don Antonio Aparisi y Guijarro, parafraseando a Shakespeare en Ricardo III, dijo de doña Isabel: «Adiós, Mujer de York, Reina de los tristes destinos»[6]. Porque bien es cierto que no pudo tener más tristes destinos aquella escultura desde que se hizo hasta que desapareció.


Estatua de doña Isabel de la Fundición Codina Hermanos.
Foto:  http://www.monumentamadrid.es


[1] La Voz, 3 de febrero de 1922, nº500, p. 3.

[2] Ídem.

[3] Comunicación del ministro de Hacienda al presidente del Senado, 11 de octubre de 1878. Archivo del Senado.

[4] ABC, nº8831, 15 de abril de 1931, p. 34.

[5] Herrero de Padura, M. (1 de diciembre de 1988), El retorno de la estatua de Isabel II al Congreso de los Diputados: historia de tres estatuas de una reina, Revista de las Cortes Generales (15), pp. 341-361.

[6] Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados, nº122, 4 de julio de 1865, p. 3020.

08 febrero 2021

Críticas en tiempos pasados

    Las críticas al funcionamiento o a la mera existencia de alguna de las dos Cámaras parlamentarias, que tenemos en España desde el siglo XIX, ha sido algo normal y recurrente a lo largo de los años, y más en lo que al Senado se refiere. Fuertes críticas se leyeron en la prensa acerca de este Cuerpo Colegislador en 1904: incumplimiento del reglamento, no asistencia de los senadores a las sesiones, vulneración de los preceptos para aprobar las leyes… Quien estas cosas afirmaba era el senador don José de Parres y Sobrino. Este político llanisco, primero del Partido Conservador y después del Partido Liberal, senador por la provincia de Soria, suscitó no poco malestar entre algunos de sus compañeros senadores por su opinión acerca del Senado que había consignado en una carta remitida al Heraldo de Madrid. La carta, publicada en el periódico el 4 de julio de 1904 decía así:


    Sr. Director del HERALDO DE MADRID.

    Mi distinguido amigo: Leí con sumo gusto el brillante artículo de fondo publicado por su periódico el día 2, relativo a la Cámara de próceres del reino.

    Como senador de la mayoría estoy de acuerdo con los puntos fundamentales del proyecto de servicio militar obligatorio presentado por el Gobierno, y entiendo que ya debió discutirse ampliamente, exponiendo cada cual sus ideas acerca del particular.

    Si España ha de seguir el camino de la civilización moderna, si aspira á rehabilitarse en el mundo en breve espacio de tiempo, para figurar dentro del concierto de los pueblos cultos, es preciso que desaparezcan privilegios de casta, incompatibles con la libertad, y que el derecho común sea el árbol nacional á cuya sombre nos cobijemos todos, grandes y pequeños, ricos y pobres, eclesiásticos y seglares, terminando de una vez y para siempre con los exclusivismo y cargas imperantes en nuestro país, digno de mejor suerte.

    Hablamos mucho de regenerarnos y abundan las recetas para curar nuestras crónicas enfermedades; pero observo que se quieren las reformas por la casa del vecino, prescindiendo de introducirlas en la propia si producen molestias ó sacrificios, y esta prueba de triste decadentismo nos convertirá en la Corea Occidental, pues nuestra posición geográfica, los amigos ambiciosos que nos rodean, la carencia de ejército, escuadra, puertos militares y costas fortificadas, la anarquía mansa que existe en las diversas esferas de la Administración y el desafecto que sienten por el progreso y la actividad las clases llamadas directoras, nos colocan en un puesto análogo al que ocupa la infeliz península coreana.

    El Senado debía dar provechoso ejemplo de amor patrio, porque representa los altos intereses públicos, y, sin embargo, vive en la agonía desde hace largo tiempo. Sus sesiones vense concurridas cuando hay algún escándalo ó incidentes personalísimos, que nada práctico resuelven. Lo mismo sucede en el Congreso. Después viene la normalidad, que trae consigo la indiferencia y la apatía. Ese lamentable sistema mata las iniciativas individuales y convierte á las Cámaras en cuerpos pasivos e inútiles.

    El reglamento del Senado no se cumple en su letra ni en su espíritu; la mayor parte de los vitalicios no asisten á los debates; los preceptos para aprobar las leyes se vulneran á diario; las aptitudes, rentas y otros requisitos que exige el Código de 1876 resultan una farsa y una completa hipocresía; demostrando todo ello que se impone una pronta y radicalísima transformación, para acabar esta vida de egoísmos, comedias y corruptelas, que nos ridiculizan y envilecen, siendo objeto de burlas sangrientas ante las conciencias sensatas.

    El HERALDO, El Imparcial, Diario Universal, La Correspondencia, El Globo, El Correo, España y la demás Prensa de valía, á quienes aludo ahora de propósito, podrían prestar el concurso de sus fuerzas y prestigio para rehabilitar á nuestras Cortes y sacarlas de la penosa situación en que se encuentran.

    Prestarían un servicio inmenso á la patria, á la libertad y á la Monarquía, que personifica en sus augustas funciones nuestro Rey don Alfonso XIII.

    José de Parres Sobrino.[1]


José de Parres y Sobrino.
SÁNCHEZ DE LOS SANTOS, Modesto, Las Cortes españolas: las de 1910,
Madrid, Tipografía de Antonio Marzo, 1911, p.284.

    La carta del senador Parres como él mismo indica en su comienzo, viene motivada por la lentitud con la que a su parecer se estaba tramitando en el Senado el proyecto de ley de servicio militar que el Gobierno había presentado en las Cortes.  Este proyecto de ley venía a establecer como obligatorio el servicio militar en toda España y encontró el rechazo del sector tradicionalista y de la prensa católica. A pesar de las críticas, entre ellas las del diputado don Ramón Nocedal y Romea, el proyecto de ley se aprobó en el Congreso el 29 de febrero de 1904 y se dio traslado del mismo al Senado[2].

    A los dos días de publicada la carta en el Heraldo de Madrid, el senador don Francisco Javier Ugarte y Pagés llevó el asunto a la sesión de dicho día, 6 de julio de 1904. El senador conservador se dirigió a la Cámara para ponerla en conocimiento de la carta en la que «se contienen conceptos que afectan al decoro de este Cuerpo Colegislador». Por este motivo consideraba que era su deber «formular una protesta tan enérgica como quepa dentro de los términos en que el Reglamento me lo consienta, para que la Mesa, por su parte, para que los dignos individuos de las Comisiones á quienes concretamente el Sr. parres se refiere, para que todos, en suma, hagamos pública manifestación de que el honor de la Cámara está por encima de cuanto el Sr. Parres afirma y de que todos á una estamos interesados en que se mantenga y se respete»[3].

    A continuación tomó la palabra el senador y Vicepresidente del Senado, don Ángel Avilés y Merino, en su calidad de presidente de la Comisión que tramitaba el proyecto de ley comentado anteriormente. Su finalidad era defender la labor de esta Comisión, haciendo un especial énfasis en que al tratarse de un tema de elevada importancia para todas las clases sociales, no podía ser algo que se tramitase y debatiese de forma rápida, sino que requería de un estudio y discusión exhaustiva. «La Comisión, pues, cumplirá con su deber, […] pues esta alta Cámara no tiene, como erróneamente se ha dicho, preocupación alguna en contra de esta ni de ninguna otra cuestión»[4]. Así, venía a defender a la Comisión de las críticas vertidas por el senador Parres en su carta.

    Acto seguido tomó la palabra el senador liberal don Amós Salvador y Rodrigáñez, y basó su discurso en una defensa de los derechos que tenía el Sr. Parres, ya no como senador sino como ciudadano, «para juzgar como estime conveniente los organismos constitucionales». Además, consideraba que lo más oportuno sería que primero diera explicaciones ante el Senado, antes de tomar cualquier medida al respecto.

    En la misma línea que el senador Salvador se mostraron los senadores don Rafael María de Labra y Cadrana y don José López Domínguez. Éste afirmó que «como representante de esta minoría liberal-democrática, desde luego manifiesto al Senado que nosotros no suscribiremos, ni apoyaremos, ni aceptaremos proposición alguna de censura que se intente someter al Senado contra un compañero á quien no hemos oído»[5].

    Le siguió en el uso de la palabra el senador conservador don Ventura García Sancho e Ibarrondo, marqués de Aguilar de Campoo. Su posición era la misma que la del senador Ugarte, la de la protesta a las palabras del Sr. Parres en su carta, pero iba más allá: había presentado a la Mesa una proposición incidental por lo ocurrido. Declaró que «las afirmaciones que en aquélla se contienen son de tal manera ofensivas é inexactas, que no estaría de más una protesta colectiva; […] sin una protesta concreta y positiva, sea en forma de proposición ó de declaración de la Mesa, no puede el Senado continuar sus tareas de hoy, porque sería tanto como admitir la posibilidad de la certeza de las afirmaciones contenidas en esa carta. […] Suplico á la Mesa se lea mi proposición, que retiraré si la Mesa entiende oportuno dar algunas explicaciones encaminadas al fin que yo persigo con ella»[6].

    Don Mariano Fernández de Henestrosa y Mioño, duque de Santo Mauro y vicepresidente del Senado, presidía la sesión y habló en nombre de la Mesa a la Cámara. Solicitó al marqués de Aguilar de Campoo que retirase la proposición y consideró que «no debía el Senado seguir adelante, sino hacer constar únicamente su sentimiento de protesta con las palabras que ya constan en el Diario de las Sesiones, y que son en cierto modo una protesta»[7].

    Ante esta postura de la Mesa, el senador no consideró oportuno mantener la proposición y la retiró. Para concluir el asunto el senador López Domínguez quiso dejar claro «al Senado que estamos tratando del acto de un señor Senador de la mayoría, para que no se crea que en lo que aquí expresamos hay ningún interés político. Después que he oído al Sr. Ugarte, he tenido una satisfacción, porque S.S: hacía una protesta personal, que yo respeto, pero que yo no hago ni comparto»[8]. Una protesta a la que en cambio sí quiso adherirse el senador don José María Castro Casaleiz, y que así constase en el Diario de las Sesiones.

    En definitiva, el asunto no fue a mayores y se zanjó con la protesta consignada en el Diario de Sesiones por parte del senador Ugarte, que quedó satisfecho: «con esto he realizado mi propósito, he cumplido con mi deber, he satisfecho los requerimientos de mi conciencia y me siento tranquilo»[9]. No obstante, ante lo ocurrido en la Alta Cámara el senador Parres y Sobrino remitió un telegrama al Senado el mismo día 6 de julio lamentando el incidente ocurrido tras la publicación de su carta, aunque se reafirmaba en sus palabras.


Telegrama enviado por José de Parres y Sobrino al Senado. Archivo del Senado.

    Dicho telegrama fue ampliado días más tarde con la publicación de otra carta, más extensa que la primera, en el Heraldo de Madrid  titulada Manifestaciones de un senador[10]. Entre los asuntos que planteaba en la carta, primero justificaba la postura que había tomado:

    «Mi carta inserta en el popular HERALDO DE MADRID produjo tempestades en las tranquilas aguas de la Alta Cámara.

    No fue mi propósito faltar á decoros que respeto como propios, ni tampoco demoler prestigios estimables; pero me place que el país vaya fijándose en la conveniencia de corregir defectos antiguos y cambiar de rumbos.

    […] Mantengo el fondo de los argumentos expuestos, sin que las protestas ni las censuras perturben mi cabeza. Si llegaran á expulsarme de la asamblea por decir las verdades, aunque resulten muy amargas, sería para mí un timbre de gloria».

    A continuación, criticaba el sistema de aprobación de las leyes y la escasa concurrencia de senadores en las sesiones:

    «Reflejo en público cuanto afirmamos sotte voce. Bastante próceres del reino, llenos de talento y de cultura, lamentan de continuo en los pasillos, en la sala de conferencias y en todas partes, la frialdad parlamentaria que se advierte en nuestra casa, por causa del exiguo número de asistentes á los escaños rojos.

    […] Se legisla y se estudian los asuntos; pero también es cierto que los proyectos se discuten y examinan en presencia de quince ó veinte compañeros, en una Cámara de trescientos sesenta individuos, y luego se aprueban en votaciones ordinarias prescindiendo en absoluto de los artículos 43 de la Constitución y 109 del Reglamento.

    Las importantísimas leyes de administración local, reforma electoral, expropiación forzosa, caminos vecinales, alcoholes, etc., que tanto afectan á la patria, fueron despachadas en la más triste soledad.

    […] ¿Qué fuerza moral vamos á ostentar para pedir á las Diputaciones y á los Municipios el cumplimiento de sus peculiares deberes? A ellos les exigimos que concurran la mitad más uno de sus miembros para ejecutar sus acuerdos, y nosotros, con veinte ó treinta senadores presentes ya creemos haber satisfecho nuestra excelsa misión legislativa.

    Prosigue criticando el diferente trato que a su juicio se aplicaba a los senadores en función a su situación económica y los bienes que estos posean. Finalmente, termina su carta aclaratoria haciendo una dura crítica a la situación del régimen en ese momento:

    «Nos empeñamos en convertir á España en un pueblo oriental, refractario á la civilización moderna. Aquí no impera la libertad en sus diversos aspectos progresivos, y hemos vivido y seguiremos viviendo, por desgracia, bajo un régimen de privilegios irritantísimos, á pesar de tanta democracia aparente y de tanta charlatanería hueca.

    Declaro que, como ciudadano y senador, tengo perfectísimo derecho á juzgar con amplio criterio los organismos nacionales, y no se sostienen los decoros y prestigios de un cuerpo conservando un statu quo enemigo de la Constitución y del reglamento, sino modificando prácticas viciosas, de las que somos culpables todos, y enmendando nuestros errores.

    […] Y vengan protestas, censuras, proposiciones incidentales y demás artillería parlamentaria».

    Y así, sin arrepentirse de nada y firme en sus ideas, este senador llanisco de la mayoría conservadora en la Cámara manifestaba de forma contundente las carencias y defectos de un sistema parlamentario, que dejaba entrever ya cómo a principios del siglo XX el régimen de la Restauración daba muestras claras de agotamiento. 



[1] Heraldo de Madrid, 4 de julio de 1904, nº4973, p. 1.

[2] Puede leerse el Proyecto de ley de Bases para la reforma de la ley de Reclutamiento y reemplazo del ejército en el Apéndice 7º al nº2 del Diario de Sesiones del Senado de 3 de octubre de 1904. 

[3] Diario de Sesiones del Senado, 6 de julio de 1923, nº183, p. 3242.

[4] Ibídem, p. 3243.

[5] Ibídem, p. 3244.

[6] Ídem.

[7] Ibídem, p. 3245.

[8] Ibídem, p. 3246.

[9] Ibídem, p. 3247.

[10] Heraldo de Madrid, 12 de julio de 1904, nº4981, p. 2.

04 febrero 2021

Escándalo en el Senado (II): amenazas y agresiones

    Con todos los antecedentes comentados en Escándalo en el Senado (I): la carta del general Aguilera, se llegó al jueves 5 de julio. Los graves sucesos que ocurrieron ese día en el Senado marcaron la jornada, pero cabe destacar también las graves acusaciones que el diputado don Arsenio Martínez de Campos y de la Viesca, marqués de la Viesca, realizó a última hora en la sesión vespertina del Congreso. En la Cámara Baja o Cámara popular, como se la solía llamar, se estaban debatiendo las responsabilidades políticas por la derrota de Annual. En un momento del debate, el marqués de la Viesca anunció lo que ya eran más que rumores desde hacía tiempo: la proximidad de un golpe de Estado con el general Aguilera como cabeza del mismo.

    «[…] Podemos afirmar, debemos afirmar, y yo tengo la obligación de decirlo en la Cámara, que hay un centro revolucionario en estos momentos; que antes se conspiraba más allá de las fronteras, pero que ahora se conspira en pleno Madrid; que se tiene hasta formado el nuevo Gobierno e inclusive ultimada la lista de gobernadores.»[1]

    En el mismo discurso, incluso afirmaría la presencia del ministro de Fomento, don Rafael Gasset Chinchilla, en ese nuevo Gobierno resultante del golpe.


Portada de ABC del 6 de julio de 1923 en la que puede verse la Plaza de los Ministerios
(hoy de la Marina Española) llena de coches y gente a la entrada del Palacio del Senado.

    En el Senado se vivía un ambiente pocas veces visto. A las tres de la tarde, senadores, diputados, periodistas, llenaban los pasillos del Palacio a la espera de que comenzase la sesión. Salvo en las sesiones regias de apertura de las Cortes no se recordaba una expectación de ese nivel. Y no era para menos, todo el mundo quería saber qué iba a decir el general Aguilera en la sesión de esa tarde. Fueron llegando al Palacio el presidente del Consejo de Ministros y el resto del Gobierno, que acudieron a saludar al conde de Romanones a su despacho. En el despacho central de la Presidencia a parte de los ministros y otras personalidades políticas, se encontraba también el jefe del Partido Conservador, don José Sánchez Guerra. Éste había acudido para hablar con el presidente del Consejo de Ministros a raíz de una nota que le había llegado con unas palabras que el general Aguilera habría pronunciado la noche anterior, unas palabras insultantes y groseras.

    Mientras tanto, llegó al Senado el senador Sánchez de Toca, que acudió al salón de sesiones a tomar asiento. Poco después, tras él llegaría el general Aguilera, acompañado por el general Burguete, que procedería de igual manera, no sin antes verse rodeado por fotógrafos y periodistas. Al rato de sentarse en su asiento, un secretario de la Mesa le informa de que el conde de Romanones quiere verlo en su despacho. Reunidos el marqués de Alhucemas, el general Aizpuru, Aguilera y Romanones en el despacho del presidente, éste solicitó al general que diera las explicaciones oportunas acerca de las palabras que el jefe de los conservadores les había mostrado. Aguilera expuso que la primera parte de la nota, la referida a los insultos no era exacta, pero que la segunda sí, en la que se decía que si se cursaba el suplicatorio contra él para procesarlo, como la calle y el Ejército estaban con él, lo impediría.

    A las cuatro y cinco minutos de la tarde se oye por los pasillos la campanilla llamando a la sesión, pero el presidente del Senado seguía en su despacho y los pasillos estaban repletos de políticos y periodistas. La campanilla dejó de sonar y la sesión retrasó su comienzo. Tras dar sus explicaciones, el general Aguilera salió del despacho del presidente, en vez de por la puerta que da al pasillo, por la puerta que da al despacho central de la Presidencia. Allí se encontraban entre otros parlamentarios los diputados don Eugenio Barroso Sánchez-Guerra, don Manuel Brocas Gómez, don José Abril y Ochoa y el ya mencionado don José Sánchez Guerra. Éste y Aguilera se saludaron cordialmente y entablaron un diálogo relativo a la nota que había presentado el jefe de los conservadores.

    También debió salir el tema de la carta a Sánchez de Toca y el general Aguilera en un tono sosegado hizo alusión a que la epidermis de los militares es más fina que la de los civiles en cuestiones de honor. Sánchez Guerra no pudo contenerse y claramente ofendido le dijo «que el honor es igual en los civiles que en los militares; es privativo del hombre, pero no exclusivo de una clase. No es nuevo esto en mí, que lo vengo diciendo desde muy mozo, y, por mi parte, no toleraría una ligera diferenciación de honores con merma de los hombres civiles»[2]. La excitación de ambos iba en aumento y Sánchez Guerra castigó las duras palabras del general dándole una bofetada. Los allí presentes se abalanzaron sobre ambos para separarlos y sujetar a Aguilera. Fue tal el revuelo que se formó que el conde de Romanones salió de su despacho, ordenó salir a todos y que cerraran las puertas, aunque a los pasillos ya había llegado el rumor del altercado. Quedaron dentro los dos presidentes (el del Senado y el del Consejo de Ministros), Sánchez Guerra y los generales Aguilera y Aizpuru. El conde de Romanones les encomió a zanjar allí mismo tan desagradable altercado y de buenas maneras ambos cedieron, se estrecharon la mano y quedaron reconciliados.


Viñeta humorística alusiva a la bofetada.
Blanco y Negro, 15 de julio de 1923, p. 29.

    A las cuatro y cuarto y volvió a sonar la campanilla llamando a la sesión. Lo acontecido minutos antes era ya conocido por todos y corrían comentarios alusivos al general Aguilera y a que se quería erigir en dictador. Al ver salir de la Presidencia al jefe de los conservadores, un gran número de senadores lo ovacionaron y apoyaron, lanzando vivas al Poder civil. Una ovación clamorosa que Sánchez Guerra se apresuró a callar diciendo que no había nada del Poder civil en aquello, sólo asuntos de caballeros. Otros senadores se aproximaron a Aguilera para acompañarlo a su entrada en el Salón de Sesiones, pero lo rechazó: «no necesito que venga nadie conmigo»[3]. Segundos después, los pasillos del Palacio quedaron desiertos. El Salón de Sesiones lleno hasta la bandera con senadores y diputados en sus asientos; las tribunas, llenas también.

    A las cuatro y veinte minutos de la tarde se abrió la sesión. La presidía el conde de Romanones y en el banco azul estaban el presidente del Consejo, marqués de Alhucemas, y los ministros de Gracia y Justicia, Marina, Guerra e Instrucción Pública y Bellas Artes. El general Aguilera puesto en pie dio comienzo a su discurso alegando que «la carta que escribí al Sr. Sánchez de Toca la sostengo en todas sus partes: iba dirigida a la persona, no al Senador; creí que iba a tener la debida contestación. Y en vez de esto, he visto que ha plegado sus alas y se ha guarecido bajo el amparo de su investidura de Senador»[4]. Ante estas declaraciones se levantaron grandes rumores en la Cámara con alusiones a la provocación al duelo que planteaba el general Aguilera. El conde de Romanones se esforzaba una y otra vez en poner orden haciendo sonar la campanilla.

    Respecto a los rumores difundidos en la prensa acerca de que se pretendía remitir un suplicatorio al Senado para procesar y poner en confinamiento al general Aguilera, éste prosiguió: «Yo he de manifestar – para terminar – que en el cargo que hoy desempeño estoy dispuesto a perseverar hasta que se me destituya, porque el que me conozca sabe que jamás deserto de los puestos de honor. Ahora, espero que el Senado evite el atropello que conmigo se quiere hacer; pero si el Senado, con las personas que lo constituyen, de tanto relieve y de tanta consideración, no estudian bien los Reglamentos interiores, no meditan y escogen los procedimientos y se me atropella, yo espero que la opinión, y con ella la gente, me harán justicia»[5].

    Ante semejantes palabras, las protestas por todo el Salón de Sesiones fueron numerosas y enérgicas. El presidente puso todo su empeño en acallarlas y poner orden entre los senadores, pero no lo logró, de forma que no se consiguió oír lo que continuó diciendo el general. Finalmente, Romanones le dijo: «Señor Aguilera: hablar de eso en el Senado, es una coacción y una amenaza que el Senado no puede consentir». A lo que Aguilera respondió: «El Senado ha podido estar más considerado conmigo… A los hombres de buena fe ¡cómo se les quiere tratar!».

    La agitación en el salón continuaba y cuando parecía que se calmaban algo los ánimos pidió la palabra el presidente del Consejo de Ministros. El marqués de Alhucemas agradeció las palabras que había tenido Aguilera para el Gobierno, pero ante el asunto de un posible suplicatorio como consecuencia de la carta y las declaraciones del general con ciertas connotaciones subversivas, fue bastante contundente al afirmar que «de la tramitación que se dé al asunto no quiero hablar; pero sea el que fuere el final que tenga, siendo un final acordado por el Senado, ese final tiene que merecer el respeto de todo el mundo, de los de dentro y de los de fuera, de los civiles y de los militares. Y si alguien intentara hacer otra cosa, y por su fuerza y número pudiera más que la representación parlamentaria, yo tengo que decir al Sr. Aguilera y tengo que asegurar al país y que declarar ante la Historia, que esa fuerza pasaría por encima de los cadáveres de todos nosotros»[6].

    Estas palabras fueron acogidas con una estruendosa ovación y aplausos que duraron largo rato. Acto seguido tomó la palabra el senador Sánchez de Toca con el fin de intentar aclarar las sensaciones que experimentó al recibir la carta y ver la clara incitación al duelo que transmitía la misma. Su «convicción y conciencia cristiana respecto al duelo» no podían más que rechazarlo, además que el hecho de venir planteado por un alto cargo de un Tribunal de Justicia, como el presidente del Consejo Supremo de Guerra y Marina, no tenía cabida ninguna, ya que el duelo se encontraba prohibido en la legislación vigente. Sánchez de Toca insistió en recalcar que no hubo en él ninguna intención de faltar u ofender al general Aguilera ni al Consejo que presidía en la sesión del 28 de junio. «Me parecía el suplicatorio de carácter irregular, que implicaba gravísimas cuestiones de derecho público constitucional, que se lesionaban cosas enormísimas ahí; y eso es lo que sostuve»[7], siguió indicando Sánchez de Toca e insistiendo en que Aguilera le diga qué palabras ofensivas encontró hacia él.

    El general persistió en su posición. Continuó afirmando que se le había insultado a él y al Consejo Supremo de Guerra y Marina y «para terminar el incidente. Yo respeto al Senado, pero sostengo mi carta. Nada más»[8]. Volvieron a aumentar los rumores y las protestas, el orden se perdió por completo en el Salón de Sesiones. Entre los asientos del fondo del salón a la derecha se formó un tumulto. Dos diputados, don Diego Martín Veloz y don Juan Mirat Domínguez empezaron a agredirse. Según parece, tras esas últimas palabras de Aguilera, Martín Veloz le dijo a Mirat: «Ese es un hombre, y no usted, que no lo es».

    Don Juan Mirat se levantó de su asiento y le asestó con el bastón tal golpe en la región temporal derecha que le abrió una herida por la que empezó a sangrar. Martín Veloz cayó al suelo y al intentarse poner en pie sacó una pistola del calibre 9 que apuntó a Mirat. El senador don Arturo Soria y Hernández se echó sobre Martín Veloz para arrebatarle la pistola. Lo mismo hizo el diputado don Indalecio Prieto Tuero. Forcejearon durante cinco minutos hasta que un ujier consiguió hacerse con la pistola y llevársela al presidente de la Cámara.

    Durante un cuarto de hora el Salón de Sesiones se convirtió en un hervidero de protestas, gritos y confusión. Finalmente, tras expulsar del salón a los dos diputados, el tumulto se calmó y el conde de Romanones tomó la palabra:

    «Señores Senadores, es lamentable el espectáculo que se está dando, y yo ruego a todos que guarden orden. Los debates los dirige la Presidencia y en ningún caso las imposiciones de la fuerza material. Yo ruego a los Sres. Senadores que se sienten.

    Al mismo tiempo he de hacer constar que el lamentable incidente se ha producido entre dos espectadores, siquiera ellos sean Diputados, no entre Senadores.»[9]

    A continuación habló el ministro de la Guerra, el general Aizpuru, para dejar claro que él siempre había defendido al Consejo Supremo de Guerra y Marina y a todos los organismos militares, pero que en el Senado nadie había ofendido al Consejo.


Caricaturas de Sánchez de Toca, Aguilera, Sánchez Guerra y Aizpuru.
Blanco y Negro, 15 de julio de 1923, p. 19.

    El presidente del Senado en un último intento por cerrar el asunto de forma satisfactoria volvió a insistir a Aguilera para que explicase qué palabras de las dichas por Sánchez de Toca le habían ofendido y le recordó que la inviolabilidad era un atributo principal del Parlamento, así como su independencia absoluta, ya que «sólo dentro del Parlamento se dirimen los problemas en el Parlamento presentados. La opinión de fuera queda detenida en los muros de esta casa. Aquí no puede penetrar, ni penetrará mientras ocupe yo la Presidencia». El general Aguilera se reafirmó en su postura de mantener la carta y se limitó a decir que ésta «rechazaba ofensas, no sólo las que se me hicieron en el Salón de sesiones, sino fuera de él, en los pasillos del Senado».

    Antes de dar por concluido el asunto sin dar una solución satisfactoria al mismo, el conde del Moral de Calatrava solicitó que las manifestaciones expuestas en los discursos, en especial las del general Aguilera, se mantuviesen sin alterar en el Diario de Sesiones, pero no fue así ya que el propio militar las corregiría posteriormente y eliminaría varias de las palabras que dirigió a la Cámara, y que por tanto no figuran en el Diario de Sesiones.

    Terminado el debate, el marqués de Alhucemas abandonó el salón entre aplausos y algunos senadores lo acompañaron hasta el despacho de Sres. Ministros dando vivas al Poder civil. En el salón se dio paso al orden del día, pero era tanta la alteración que seguía existiendo que el presidente a las cinco y diez minutos suspendió la sesión. Media hora más tarde, se volvió a reanudar, pero cinco minutos después se levantó definitivamente la sesión.

    En su despacho, el conde de Romanones habló con los diputados Martín Veloz y Mirat y los envió al Congreso de los Diputados acompañados por el secretario de la Mesa don Juan Ranero y Rivas, para poner en conocimiento del presidente de esa Cámara, don Melquíades Álvarez, el incidente ocurrido. Al recibir las explicaciones de ambos, el presidente transmitió por carta al del Senado su profundo pesar por lo sucedido.


Salida de José Sánchez Guerra y del general Aguilera del Palacio del Senado.
ABC, 6 de julio de 1923, nº6397, p. 3.

    El general Aguilera permaneció sentado en el Salón de Conferencias hasta cerca de las seis de la tarde, rodeado de amigos, y marchó a su casa donde siguió recibiendo numerosas visitas como la noche anterior. Llegó incluso a formarse un grupo del orden de 200 personas frente a su domicilio en la calle Juan de Mena, pero cuando se disponían a mostrar su simpatía y lanzar vivas por el general, la presencia de los fotógrafos los cohibió y se fueron marchando hacia el Ateneo y el Círculo Militar, quedando disuelta aquella concentración.

    El día no concluiría sin otra mala noticia para el Senado. El Oficial Mayor de la Cámara, don Moisés García Muñoz, debido a los altercados ocurridos y la alteración producida sufrió un infarto en su despacho y fue trasladado a su domicilio en estado grave. Afortunadamente, pudo recuperarse con el paso de los días.

    Al día siguiente, el 6 de julio, los ánimos se fueron calmando. La gente acudió rápidamente a hacerse con el Diario de Sesiones para leer el debate del día anterior, pero cundió la decepción al ver que el general Aguilera había corregido sus frases. Lo ocurrido el 5 de julio de 1923 en el Senado tuvo su huella en el desenlace de los acontecimientos que estaban por venir en la historia de España. Aquella bofetada dada por Sánchez Guerra al general Aguilera supuso descartarlo como cabeza del golpe de Estado que se estaba gestando.

    También, lo vivido en esos días evidenció la situación real de un régimen al que le quedaba poco tiempo de existencia. Así lo supo ver de forma certera el senador don José María González de Echévarri y Vivanco, que en la sesión del 6 de julio diría:

    «Como enemigo que soy del régimen parlamentario, hablo, siquiera sea en calidad de estrambote, para felicitarme de ver cómo ayer quedó todo ese sistema por los suelos. Efectivamente, toda la sesión de ayer fue eso: las últimas consecuencias de un sistema bochornoso que agoniza.»[10]

    Tal era la agonía, que unos meses después, el 13 de septiembre de 1923, el tan anunciado golpe se hacía realidad. El capitán general de Cataluña, don Miguel Primo de Rivera, implantaba un Directorio Militar con él como Jefe del Gobierno, poniéndose así fin al régimen nacido de la constitución de 1876.



[1] Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados, 5 de julio de 1923, nº23, p.755.

[2] SOLDEVILLA Fernando, El año político 1923, Imprenta y encuadernación de Julio Cosano, 1924, p. 231.

[3] El Siglo Futuro, 5 de julio de 1923, nº4971, p. 3.

[4] Diario de Sesiones del Senado, 5 de julio de 1923, nº26, p. 474.

[5] Ibídem, p. 475.

[6] Ídem.

[7] Ibídem, p. 476.

[8] Ibídem, p. 477.

[9] Ídem.

[10] Diario de Sesiones del Senado, 6 de julio de 1923, nº27, p. 483.

Otras fuentes:

- ABC, 6, 7 y 8 de julio de 1923.

- El Imparcial, 6 de julio de 1923.

- El Siglo Futuro, 5, 6 y 7 de julio de 1923.

- La Acción, 6 de julio de 1923.

- La Época, 5 de julio de 1923.