Aunque la historia del
Senado en España no es muy extensa, sí ha dado para ver momentos de todo tipo.
Momentos memorables, momentos lamentables y también algún que otro episodio
anecdótico y curioso. Uno de estos últimos es el que tuvo lugar el miércoles 13
de febrero de 1889. El suceso fue tan inaudito que todos los periódicos lo
recogieron y no fueron pocos los que dieron la noticia con cierta sorna.
Como casi todas las
tardes, tal y como era habitual, había sesión en la Alta Cámara. Ésta comenzó a
las dos y cuarenta minutos con el incidente relativo a la inexactitud con la
que algunos periódicos, en este caso El
Imparcial, publicaban el extracto o reseña de las sesiones. Mientras esta
protesta del senador don Ignacio Rojo Arias se estaba discutiendo en el salón,
más arriba en el salón de prensa o salón de periodistas se producía el suceso
anecdótico en cuestión. Dicho salón se encontraba en el primer piso tras el
testero del salón de sesiones y servía de zona de descanso para los
periodistas. A su vez, comunicaba con las dos tribunas destinadas para ellos.
Tribunas usadas antiguamente por la prensa. |
Las tribunas. |
Así narraba el periódico conservador La Monarquía lo sucedido:
Existe
y existirá en literatura «El loco de la guardilla»[1]
y ayer apareció otro que se conocerá en política por el «loco del Senado».
A
las tres y media de la tarde, se presentó ayer en el saloncillo de descanso
contiguo a la tribuna de la prensa en el Senado, un sujeto de unos cincuenta
años, de guante blanco y clac, luciendo en el ojal del gabán varias cintas de
colores simulando condecoraciones.
— ¿Qué deseaba V.? — le interrogó el hujier.
— Saber por dónde se entra en el Senado — contestó el extraño personaje.
— Dentro del Senado está V.
— Sí; pero quiero entrar en el salón de sesiones, porque soy el nuevo ministro de Fomento.
Los
periodistas que presenciaban la escena no pudieron contener una carcajada
espontánea, que no hizo mella en el pobre demente.
— Soy Antonio Roque Rodríguez y Rodríguez, hijo de Galicia, abogado de los tribunales de la nación, caballero de Carlos III, Isabel la Católica, Beneficencia y de otras cruces extranjeras. Soy íntimo amigo del general Cassola, he tenido diferentes lances de honor y he escrito varias obras. Hoy vengo llamado por Sagasta para reemplazar al conde de Xiquena en el ministerio de Fomento.
Allí
recitó dos odas dedicadas al Sr. Martínez Campos y Cánovas del Castillo, á
quienes él había matado «moralmente».
Bajó
al salón de conferencias, con el propósito de penetrar en el de sesiones; pero
á tiempo pudo ser detenido, gracias á la intervención de un periodista, que
avisó a uno de los hujieres, quienes antes lo habían tomado por un personaje
importante, saludándolo como á tal.
Cuando
le impidieron entrar en el salón de sesiones, manifestó que no era senador,
pero sí grande de España de primera clase, condecorado por todos los Reyes del
mundo, y que iba á tomar posesión, por encargo del Sr. Sagasta, de un
ministerio.
Además
dijo ser doctor en los tres derechos y hombre de mucha ciencia.
El
ministro de Fomento del general Cassola fué acompañado cortésmente hasta la
puerta de la calle por un empleado del Senado.
Dirigióse
entonces hacia Palacio para que la Reina, según él decía, le diese posesión del
ministerio.
Este
desgraciado parece que es muy conocido de la colonia gallega.[2]
El periódico La Unión Católica hizo esta otra reseña
de lo sucedido:
Poco
después de las tres se ha dado un espectáculo original en la tribuna de la
prensa del Senado.
A
dicha hora se ha presentado en aquella tribuna un sujeto á quien saludaban con
respeto los hujieres de la Alta Cámara, juzgándole personaje, puesto que iba
vestido de etiqueta, con guantes blancos y bastón, llevando encima del frac y á
guisa de abrigo una buena levita. Desde luego ha llamado la atención de
nuestros compañeros el citado personaje, y mucho más cuando, encarándose con
ellos, les ha pedido que como representantes de la opinión pública le dieran
posesión del ministerio de Fomento, pues había sido nombrado para esta cartera,
dando lectura inmediatamente á versos suyos dedicados á los ministros y
manifestando que era caballero de varias órdenes nacionales y extranjeras.
Es
opinión general que se trata de una broma pesada y de mal género y que el sujeto
en cuestión, más sano del cuerpo que del juicio, ha sido instrumento de gentes
á que no queremos aludir. Hemos oído que se llama Juan Roque Rodríguez y que es
gallego. Tiene la manía de hacer versos y le han metido en la cabeza que es
grande de España y que la Reina por premiar sus aficiones poéticas, le ha
nombrado ministro.[3]
El periódico El Liberal titulaba la noticia de la
siguiente manera: Ministro, poeta y… loco.
A lo escrito por La Monarquía y La Unión
Católica, añade algunos detalles más de la conversación y lectura de los
versos que este curioso personaje hizo tras su presentación y enumeración de
las diversas cruces que afirmaba tener:
Y
sin dejar que nadie le interrumpiese y sin hacer caso de que las carcajadas
iban en aumento, añadió:
— Antes de que echen mi programa abajo en el salón de sesiones, les voy á dar á ustedes á conocer algunas poesías de que soy autor.
Y
recitó varias.
Antes
de despedirse, dijo:
— Esta mañana he matado á Cánovas.
— ¿Cómo?
— Políticamente hablando. Véanlo ustedes…
Y
recitó para final una oda titulada «La muerte de Cánovas».
Bajó
luego al salón de conferencias, y si se le hubiese consentido hubiera entrado
en el salón de sesiones, pues dijo que quería hacer su programa político desde
el banco azul.
Un
hujier puso cortésmente en la calle al nuevo ministro de Fomento.
Es
de creer que éste, para desquitarse de no haber pronunciado un discurso en la
Alta Cámara, se iría anoche al Manicomio Esquerdo á dar una conferencia sobre
la paz y concordia entre los conspicuos del fusionismo.[4]
El banco azul del Senado desde donde quería hablar el «nuevo» ministro. Nuevo Mundo, nº225, 27 de abril de 1898. |
De
esta manera tan irónica cerraba la noticia El
Liberal, pero no sería el único en recurrir al humor. La Época comenzaría así su reseña de lo sucedido: «Sin que nadie haya tenido conocimiento de
ello, ni aun los más íntimos amigos del Gobierno, éste ha estado en crisis
parcial»[5].
Aunque para sorna, la del diario liberal El
Imparcial, que las pocas líneas que dedica al asunto las carga de ironía:
Un caballero, cubierto de cruces y
vestido de luto riguroso, se presentó ayer á primera hora en el Senado, y
levantando el tapiz que da entrada al salón, pretendió ir solemnemente al banco
azul y tomar asiento.
Este hecho que tanto ha llamado la
atención nos lo explicamos perfectamente.
Porque seguramente se trata de uno de
los quince millones de españoles como sueñan en ser ministros (sic).
Saldría de su casa bajo la influencia
de ese sueño y se iría al Senado.
Será sonámbulo.[6]
Sea
como fuere, está claro que aquel hombre, Antonio Roque Rodríguez, no estaba
mentalmente sano. Y también nos refleja este episodio la relativa facilidad con
la que se podía llegar a entrar en el Senado, bastando con decir ser alguien
que no se era. Al suceso no se le dio más importancia y fue tomado con buen
humor y hasta con gracia. Con esta anécdota concluía La Ilustración Española y Americana aquel curioso episodio:
No respondemos de la anécdota; pero
nos dicen que el señor Sagasta se sonrió cuando le contaron el suceso, y dijo:
— ¿Se ha retirado ese individuo creyendo ser ministro?
— Sí, señor.
— Pues no quitarle la ilusión: un aspirante menos.[7]
[1]
El
loco de la guardilla: paso que pasó en el siglo XVII es una zarzuela en un acto escrita
por Narciso Serra y con música de Manuel Fernández Caballero. Fue estrenada el
9 de octubre de 1861 en el teatro de la Zarzuela y cosechó un éxito notable. La
obra se centra en los momentos en que Miguel de Cervantes escribe su novela El ingenioso hidalgo don Quijote de la
Mancha en 1605.
[2]
La
Monarquía, nº480,
14 de febrero de 1889, p. 3.
[3]
La
Unión Católica,
nº511, 13 de febrero de 1889, p. 3.
[4]
El
Liberal, nº3541,
14 de febrero de 1889, p. 2.
[5]
La
Época, nº13117, 13
de febrero de 1889, p. 3.
[6]
El
Imparcial, nº
7808, 14 de febrero de 1889, p. 1.
[7]
La Ilustración Española y
Americana, nº6, 15
de febrero de 1889, p. 2.